sábado, 2 de agosto de 2008

CUENTO DE CAPERUCITA ROJA DIA 4 DE AGOSTO

No había en aquellos contornos niña más graciosa y juguetona que Caperucita Roja. La llamaban así por la caperuza con que protegía su cabeza, del mismo color encarnado que el resto de la capa.
- ¡Caperucita! ¡Caperucita!
- ¡Voy enseguida, mamá!
- contestó sorprendida. ¿Para qué la querría a media mañana?
Mira, Caperucita - dijo su madre - . La abuelita está enferma y no puede levantarse, así que toma esta cesta de comida y llévasela.
- ¿Qué tiene? Preguntó la niña.
- Muchas cosas, hija. Ya es mayor y le sobran achaques.
- ¿Puedo quedarme un ratito con ella? - rogó Caperucita. - Está bien, pero no te entretengas demasiado; quiero que estés de vuelta antes del anochecer. - Descuida, mamá - repuso la niña alegre. - ¡Ah!, cruza el bosque lo más deprisa que puedas. Si tropiezas con el lobo, avisa a los leñadores; ellos sabrán ahuyentarle. - ¿Es que hace algo malo? - Se extrañó Caperucita, acostumbrada a ser amiga de todos los animalitos. - Si hija. Se come a los niños pequeños cuando tiene hambre. Caperucita movió la cabeza, como dudando. No acababa de creerse el cuento. ¡En fin!, su madre sabría lo que se decía. Echando mano de la cesta, ciñó sus hombros con la capa, tapó sus cabellos rubios con la caperuza, y , tras despedirse cariñosamente, penetró en el bosque.
- ¡La, la, ra, la, ra...! - iba ella cantando, jubilosa. De trecho en trecho, se detenia a jugar con sus amigos los conejos, atenta siempre a cuantas bellezas la rodeaban. - ¿Dónde vas, Caperucita? - saludaban los leñadores.
- ¡Acasa de mi abuelita!
- ¡Pues ojo con el lobo!
- ¡Vale! - decía ella, para tranquilizarles.
Una sombra se deslizó tras los matorrales, en su dirección. Sabiendo que se trataba del lobo, la niña empezó a juntar un ramillete de flores para su abuelita, mientras vigilaba al intruso con el rabillo del ojo.
"A ver si es tan feroz como dicen" - pensó Caperucita según se acercaba el animal.
"Mm...!. ¡Qué tiernecita debe estar!" - se relamía, entretanto, el lobo, al imaginar el banquete que el aguardaba.
De un salto, se plantó ante Caperucita, y provocó la estampida de los conejos. La niña, sin inmutarse, sonrió dulcemente, y le dijo:
- Hola, te esperaba.
¿No te asustas al verme? - preguntó el lobo, confuso.
- ¡Qué va! Te pones tan serio que me das risa.
- ¡Pues todo bicho viviente tiembla en mi presencia!
- ¡Ah, si! ¿Por qué?
- Por que de un bocado puedo comerme enterita a una niña como tú.
- Eso diden mi madre y los leñadores, pero creo que exageran - opinó Caperucita, tan campante.
- ¡Esto es el colmo! - exclamo el lobo, pasmado.
- Adiós, tengo prisa - abrevió la niña, poniéndose en pie.
- ¡Un momento! ¡Tú no te vas de aquí!
- Comprendelo, mi abuelita está en la cama, y necesita que la ayude - explicó Caperucita, mientras cogía de nuevo la cesta.
Esta última respuesta interesó al lobo. ¿Su abuelita? Tambien podría zamparsela a ella y, además, en su propia casa, sin testigos indiscretos. Rápidamente fraguó un plan muy ingenioso, y permitió que Caperucita se marchase.
- ¡Claro que lo entiendo, niñita querida! - repuso muy ladino-. Puedes irte cuando quieras. ¿Quién soy yo para impedírtelo?
- Sabía que no eras tan malo como la gente opina. ¡Hasta la vista! - se despidió Caperucita, gratamente sorprendida.
Apenas se vio solo, el lobo se dirigó a todo correr, por un atajo misterioso, a casa de la abuela de Caperucita. La niña, entretanto, siguió su camino tranquilamente, de nuevo escoltada por los animalitos del bosque.
"je, je, je! ¡Menudo atracón me voy a dar con las dos - pensaba el lobo, con gesto maligno-. La abuela estará ya algo pasadita, pero no me importa. La echaré al coleto como está mandado".
En menos que canta un gallo, se presentó el lobo ante la cabaña donde vivía la anciana. Tras un leve respiro alzó su pata derecha, y llamó a la puerta varias veces.
¡Toc, toc, toc!
¿Quién es? - preguntó la abuelita, desde la cama.
- Soy yo, Caperucita - fingió el lobo, imitando torpemente la voz de la niña - Abre, que te traigo una cesta de comida.
La enferma guardó silencio, extrañada de aquella voz tan ronca; su nieta no hablaba así. Recelando algo, se levantó sin hacer ruido y fue a mirar por la ventana. ¡Cual no sería su sorpresa al descubrir al lobo!
Aturdida por el miedo, corrió a refugiarse en la caja de su reloj de péndulo.
- ¡Qué apuro tan grande, Dios mío! - pensó la pobre.
El lobo, impaciente por el mutismo de la abuela, volvió a la carga:
- ¿A qué esperas para abrirme, abuelita? ¡Estoy cansada y quiero verte!
Nada, ni un murmullo ahí dentro. Oliendose la tostada, empujó la puerta suavemente, y ésta se abrió con un molesto chirrido. ¡La anciana, en su confusión, habia olvidado echar el cerrojo!
¡Je, je, je! ¡Esto sí que no me lo esperaba! Mientras llega Caperucita, iré tomando el aperitivo. ¿Dónde se ha metido, abuelita del alma? - gritó el lobo, ya con su propio timbre de voz, y muy ufano.
La buscó por toda la cabaña, sin resultado. Rascándose la cabeza con su más afilada pezuña, intentó explicarse lo sucedido:
- Se habrá escapado por una ventana la muy pícara. Bueno, es igual; aún me queda la nieta, el manjar más suculento del festín. Le daré una digna bienvenida.
Se puso a estudiar la situación. Pillarla por sorpresa era lo pricipal. Nada mejor para ello que hacerse pasar por la abuelita.
- ¡Hombre, aquí está su cofia! ¡Me vendrá que ni pintada! - exclamó, al hallar dicha prenda tirada en el suelo, justo enfrente del reloj.
Con mucho cuidado, se la encasquetó encima de las orejas, hasta lograr taparse completamente la cabeza. Luego, se metio en la cama, tiró del borde de las sábanas hasta la altura de los ojos, y esperó el instante soñado.
Al poco rato, se oyeron golpes en la puerta:
¡Toc, toc, toc!
- ¡Quién anda ahí? - preguntó el lobo, imitando esta vez a la anciana.
- ¿Puedo entrar, abuelita? ¡Soy Caperucita!
- ¡Pasa, hija pasa! - invitó el fiero animal, con la boca hecha agua.
- ¿Cómo te sientes? - se interesó la niña, ya junto a la cabecera de la cama.
- ¡Ay, muy mal, niñita mía, muy mal!
Tampoco tuvo éxito el lobo en esta ocasión, porque Caperucita frunció el ceño, inclinó su rostro en la penumbra del cuarto, y estudió con atención a "la enferma".
-¡Tu voz suena muy rara abuelita! ¡No sé como decirte...!
- Es el catarro, hija, que me ataca a la garganta, y hace que hable así - explicó el lobo, tosiendo a continuación.
- ¡Pero yo la he oído en otra parte!
- Tú dirás dónde, bonita.
- ¡Te brillan mucho los ojos, abuelita! - exclamó Caperucita, asustada por aquellas enormes pupilas que destacaban sobre la almohada.
- Será por la fiebre - gimió el lobo.
- ¡Y se han vuelto grandísimos!
- Así puedo verte mejor, Caperucita.
- ¡Pero es que tus manos se han puesto negrísimas, y muy feas! - se alarmó ella, al advertir las dos patas superiores del lobo que sobresalian de las sábanas.
- Para acariciarte mejor, niñita.
- Y tu boca, abuelita....! - balbuceó la niña, espantada.
- ¿Qué le pasa a mi boca? - se molestó el lobo.
- ¡Es descomunal... y tiene dientes afiladísimos! -. Por un descuido, el lobo se había destapado un poco, dejando ver su reluciente dentadura.
- ¡Porque los necesio para comerte mejooor! - rugió el lobo, desmelenado, mientras se abalanzaba sobre ella libre ya de todo disfraz.

Caperucita, sobresaltada, dio un respingo, soltó la cesta y cayó al suelo de espaldas, quedando rodeada por los restos de comida. Este hecho la salvó, ya que el lobo pisó un tarro de mermelada, perdió el equilibro, y se ganó un soberbio trompazo, justo delante de ella.
Aprovechando el aturdimiento de su enemigo, Caperucita se levantó y echó a correr hacia la puerta de la cabaña. Apenas tuvo tiempo de abrirla, porque ya el lobo iniciaba su persecución.
- ¡Socorro, auxilioo! - gritó la niña.
Quiso la fortuna que un leñador, garrote en mano, llegase frente a la casa en aquel mismo instante. Parecía seguir la pista al lobo, a juzgar por su colérico semblante.
Caperucita, ciega de espanto, fue a su encuentro, gritando:
- ¡Ayúdeme, por favor! ¡El lobo quiere comerme!
- ¡Conque sí! ¿eh? - repuso el leñador, encajando su mandíbula.
- ¡Espera, no huyas! - vociferaba el lobo, casi en el umbral de la puerta -. ¡Corro mucho más que... ooooh!
¡Qué cara puso, amiguitos, al toparse con el leñador! Quiso frenar y cambiar de dirección, pero ya el garrote descendía sobre su mollera, y no pudo zafarse.

- Una lluvia de estacazos premió sus intenciones, y Caperucita se apartó un poco para contemplar el espectáculo.
- ¡Toma, toma y toma! ¡Desde hoy no te van a quedar ganas de meterte con niñas indefensas! - gritó el leñador, según le atizaba.
- ¡Aug...! ¡Ay! ¡Uy...! - se quejó el lobo, molido ya a golpes.
Ambos, victima y verdugo se perdieron bosque adelante, sin que la tunda aparentase terminar. Caperucita les siguió con la vista, sonriente, hasta que se acordó de su pobre abuelita. Entonces, volvió a entrar en la cabaña.
- ¡Abuelita, abuelita! ¿Dónde estás? - voceó acongojada.

- ¡Aquí, hijita! - respondió la anciana, que ya salía de la caja del reloj.
Caperucita corrió hacia ella con los brazos abiertos, y las dos se abrazaron tiernamente. En sus rostros campeaba un alivio infinito.
- ¡Qué susto he pasado ahí dentro! - confesó la abuela-. ¡Al sentir que llegabas, quise salir y distraer al lobo, pero se enganchó el pestillo, y no pude!
- Mejor que haya sido así - opinó su nieta.

- Dime, ¿cómo te has librado de ese bicho? - quiso saber la anciana. Caperucita se lo contó todo, y después preguntó a su vez:
- ¿Es verdad que estás enferma?
- Me parece que ya no, hijita mía - contestó la anciana-. La alegría de verte sana y salva me ha quitado todos los males.
Caperucita no pudo quedarse mucho tiempo junto a su abuelita; las horas se habian ido a lomos de tan emocionante aventura, y el crepúsculo se anunciaba. Aun así, regresó a su hogar muy contenta:
"La noto recuperada - se dijo la niña, pensando en la anciana-. En cuanto al lobo, ya sé como las gasta, y no le permitiré acercarse. Bueno, él tampoco se atreverá, después de la paliza recibida".
Su pronóstico se cumplió con exactitud, pues jamás volvió a ser molestada por el animal. Y es que no hay mal que por bien no venga.

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